lunes, 13 de enero de 2014

NUEVA EDICIÓN DE LA REVISTA "LUCERNA" PUBLICA CRÓNICA "LAS FORTALEZAS INCAS" DE CÉSAR VALLEJO (1934)


Le Monde Illustré 4005, París, 22 de septiembre (1934)


César Vallejo y la arquitectura incaica: una crónica rescatada Carlos Fernández y Valentino Gianuzzi


LAS FORTALEZAS INCAS


El pasado enero, luego de muchos meses de excavaciones llevadas a cabo bajo la dirección del Museo Nacional de Lima, se ha descubierto la osamenta central y básica de la célebre fortaleza de Sajsawaman, en la ciudad del Cuzco, la legendaria capital del Imperio Incaico. 

Estas grandes e invulnerables ciudadelas, a juzgar por sus vestigios, parecen construidas por cíclopes, con materiales indestructibles, ayudados por una ciencia militar tan avanzada que, para encontrar en la historia tales fortificaciones, nos tendríamos que remontar a Roma antigua, a Babilonia y a la arquitectura militar de la edad media. Sin embargo, con la notable diferencia de que, mientras las murallas babilonias y las fortalezas romanas fueron construidas de ladrillo y de concreto, o de piedras y de barro, las antiguas fortificaciones peruanas fueron creadas de roca misma, y alzadas totalmente en piedra y sin la menor mezcla aglutinante.

 ¡Y qué piedras! Bloques gigantescos, de una sola pieza, integran muchas veces paredes enteras. Son murallas megalíticas o formadas de tres o cuatro rocas superpuestas y unidas con una justeza tan armoniosa y delicada que, como dijo Prescott, no es posible hacer pasar entre una y otra la hoja de una espada. Sus junturas son tan sutiles, cuando no imperceptibles, que se las tomaría por simples líneas o diseños decorativos.

 En general, y tomando como modelo la fortificación del Cuzco, las fortalezas incas se yerguen sobre la cima de una colina o roca inexpugnable. Los flancos susceptibles de acceso en caso de ataque están defendidos por dos o tres murallas concéntricas, cuyos exteriores son los más gruesos. La parte superior de cada una de estas murallas termina en un terraplén, que sirve a su vez de plataforma a la muralla siguiente, y así sucesivamente. Al centro de esta circunferencia, se alza el corazón de la ciudadela, con sus fortines, torres, palacios, cuarteles, arsenales, depósitos de víveres, panoplias, habitaciones, templos, trincheras, galerías y, finalmente, su gran explanada. Cada muralla posee una gran poterna trapezoidal cerrada por un monolito. La comunicación de la ciudad con la fortaleza está asegurada por dos profundas galerías subterráneas, que dan al Coricancha (templo del Sol) y al templo de las “Escogidas”, así como por un juego de andenes y terrazas, escalonados sobre la colina a modo de niveles geológicos. 

La sorpresa y la admiración que las fortalezas incas despiertan en los exploradores y arqueólogos de los primeros siglos que siguieron a el descubrimiento de América, lejos de atenuarse con las explicaciones dadas a ciertos aspectos esotéricos de estas construcciones, no hacen, en verdad, sino acrecentarse en nuestros días, debido justamente a los pocos conocimientos que aquellos revelan en algunas ramas de física y de química. Este es el caso del principio de los vasos comunicantes que, sin duda alguna, dirigía la instalación del servicio de agua en Sajsawaman. 

Es así, por ejemplo, que en el círculo central de la torre de Muyujmarca, se han descubierto los vestigios de un gran reservorio de agua potable, de una capacidad de 47.000 litros y del que parten muchos acueductos y canales destinados a la distribución del líquido en toda la fortaleza. Esta red hidráulica está compuesta de tuberías verticales de piedra, de diámetros variables, similares a nuestras tuberías metálicas de hoy. Este juego de conductos, que portan el agua a niveles diferentes, según cada piso, no puede ser posible sin aplicar la ley de vasos comunicantes.

Tal conclusión se encuentra reforzada por el proceso empleado para el aprovisionamiento del líquido, retenido en la última cima de Sajsawaman, colina seca y desprovista de fuentes cercanas. 

“Ha sido, pues, preciso —dice Luis Valcárcel, eminente director del Museo Nacional de Lima— que los arquitectos incas aplicasen su conocimiento de la ley de vasos comunicantes, construyendo un acueducto con sifón que probablemente traía el agua desde el reservorio de Chacán, que se halla a una mayor altura y distancia de cinco a seis kilómetros de Sajawaman”. 

El transporte de enormes bloques de piedra calcárea adonde son construidas las fortalezas incas, desconcierta igualmente a los ingenieros modernos, que no llegan a comprender por qué medios y procedimientos los indios han podido operar el transporte de esas pesadas masas —que miden muchas veces 50 pies de largo, más de 30 de largo y 6 de espesor— por carreras tan lejanas y atravesando ríos torrenciales, bosques y quebradas. 

La elevación de estas piedras a los diferentes niveles y terrazas de la fortaleza, ha debido ser una labor titánica de paciencia, de tenacidad y de fuerza, puesto que no poseían ninguno de los recursos modernos de montaje mecánico. Esta labor fue sin duda tan dura, tan difícil y a veces tan insalvable, que se ven, al pie de estas fortalezas —sobre todo en Ollantaytambo— algunas masas porfíricas, llamadas “piedras cansadas”, que fueron probablemente abandonadas en el curso del trabajo, debido a su peso verdaderamente más que excesivo. Leyendas poéticas rodean a estas “piedras cansadas”, cuya aureola secular y presencia fantasmagórica hacen surgir en los indígenas imágenes de un simbolismo cartesiano y nostálgico.

En suma, todo en la arquitectura militar inca lleva a pensar en una sorprendente epopeya, realizada por fuerzas sobrehumanas o por “artes de encantamiento”, como no dudan en afirmar algunos historiadores europeos. 


Estas fortalezas —según Tschudi (“Antigüedades peruanas”)— pueden ser consideradas como una de las obras arquitectónicas más maravillosas, salidas de la fuerza bruta del hombre. Squier, citado por Nadaillac, en su obra “La América prehistórica”, llega hasta a decir que son comparables con las pirámides, con Stonehenge y con el Coliseo. 

La ruina de las fortalezas incas se debe sobre todo a su demolición durante el régimen colonial, para edificar, con ese material, las ciudades españolas. Seguidamente, y luego de haber sido despojadas de sus tesoros más bellos —cerámicas, telas, armas, objetos de culto, etc.— fueron abandonadas a la incuria y a la lenta destrucción del tiempo. 

Los diversos gobiernos del Perú no le han prestado, desgraciadamente, interés que ellas merecen. Lo que han hecho por conservarlas deja, en efecto, mucho que desear.


César VALLEJO.