domingo, 20 de mayo de 2012

DANILO SÁNCHEZ GAMBOA, MAESTRO EN EL CENTRO VIEJO DE SANTIAGO DE CHUCO - POR CALOS MANUEL CASTILLO MENDOZA

Banda de Guerra del Centro Viejo en Santiago de Chuco con sus maestros.
Atrás: El Director Carlos Castillo Murga, Diomedes Paredes G. y Leoncio Rebaza.
En primera fila: Francisco Miñano Benites y Danilo Sánchez Gamboa. (Fotografía: Luisan)


DANILO SÁNCHEZ GAMBOA,

MAESTRO EN EL CENTRO VIEJO DE SANTIAGO DE CHUCO

Carlos Manuel Castillo Mendoza

Mi escuela de Segundo Grado de Varones No. 271

Fue el primer reducto que encontré para mis tiempos de soledad y nostalgia por mi madre ausente. Sin darme cuenta, terminó siendo el ámbito donde comenzaron mis primeras experiencias lúdicas y admiraciones, mis diálogos y confrontaciones.

Llevo conmigo el rostro de muchos compañeros de salón y mis maestros, hombres de aspecto rural pero de comportamiento urbano, personas pacientes con el estudiante romo, virtuosos para el canto pues nos enseñaron a entonar coplas en honor a la madre, la patria, el maestro y la naturaleza. Puntuales en llegar a la escuela, serenos cuando alguien desaforaba, respetuosos con el director, entrañables entre camaradas.

Cada vez que he buscado un modelo de maestro, aparecen ellos en mis cavilaciones y aunque ya no están, me indican lo que hay que hacer para no perder la ruta. A veces, con ellos jugábamos en una pampa rodeada de pencas a la que improvisábamos como campo deportivo colocando en cada extremo grandes piedras, para tener claro el arco propio a defender y la meta contraria donde había que hacer el gol.

Mis maestros no necesitaban la presencia jerárquica del Director para hacer lo que hacían, decir lo que tenían que decir, ser lo que eran. Me atrevería a decir que cualquiera podía dirigir la escuela, lo que no descalificaba al Director pues lo consideraban como los romanos llamaban un: “primus inter pares”

Danilo Sánchez Gamboa

Fue mi maestro en tercer año de primaria, lo recuerdo vestido con su terno plomo acero, camisa blanca, corbata azul alrededor del cuello almidonado, los puños asomando por cada uno de sus puños, tenía el rostro bronceado que lo hacía parecer como martillado por el tiempo, el cabello lacio peinado con raya al lado izquierdo, brillaba con el sol y no se desordenaba, sin duda era el signo externo del orden interior que lo acompañó siempre.

Solía sentarse a la hora de recreo en el portón de la escuela y con habitual serenidad pelaba una fruta de estación que degustaba mientras departía con sus colegas. Era como un rito que comenzaba al iniciarse nuestro descanso y terminaba cuando la campana, nos indicaba el final y el regreso a las aulas para continuar las lecciones. No he conocido hombre más metódico ni tranquilo, su conducta era previsible, no se alteraba, pasara lo que pasara, y siempre solucionaba cualquier impase individual o colectivo.

La corrección como pedagogía

Un día, un alumno mayor, dándome un golpe en las manos, hizo caer mis canicas al suelo, algunas de las cuales rodaron hasta el urinario que era una zanja ubicada en una esquina del patio. Como no podía sacarlas de allí, mi reacción fue violenta y con la punta del trompo le di un hincón en el muslo al atrevido, quien adolorido fue y se quejó a mi maestro. Éste, mirándome fijamente a la cara y luego de escuchar mi explicación, me dijo:

* “Nunca reacciones con violencia, puede ser peor; cuando te pase algo así, ven a decírmelo”

Se quedó pensativo y luego, asumiendo la seriedad de una autoridad decretó:

* “Tu castigo empieza el lunes. Tienes que llegar antes que los demás alumnos para barrer el salón y ordenar las carpetas. Eso vas a hacer toda la semana”

Y no se habló más, cogió al agredido físicamente por el brazo y diciéndole palabras de consuelo lo orientó para que se dirigiera a su salón de clase.
Era un castigo que no podía eludir. Llegado el lunes, me levanté temprano y con el asombro de mi papá y hermanos apuré mi arreglo personal, desayuné y salí raudo a mi escuela a cumplir la sentencia.

¡Sorpresa! Al llegar al salón mi maestro Danilo Sánchez ya estaba sentado en su mesa leyendo un libro, esperando mi arribo. No se inmutó, a esa hora éramos él y yo los únicos habitantes del lugar. 

Respondió a mi saludo y de inmediato me ordenó:

* “Anda a traer agua en el balde”.

Me dirigí hasta al “pozo sagrado”, que así llamábamos a un manantial que surtía de agua salubre al barrio, distante dos cuadras del plantel y, con el recipiente a medio llenar, algo cansado llegué a cumplir la sanción.

* “Muy bien, ¿sabes cómo hacerlo?” -me preguntó.

Comprendiendo mi inexperiencia, de inmediato me ordenó:

* “Arrima todas las carpetas a la mitad del salón”, cosa que hice con un poco de esfuerzo.

Teniendo medio salón desocupado se remangó la camisa y me indicó cómo regar y barrer el piso de madera desgastada desigualmente por el tránsito de otros niños que por allí pasaron antes que yo. Como mi trabajo era imperfecto, con paciencia me iba indicando cómo mejorarlo, luego me ordenó poner las carpetas en la parte ya limpiada para comenzar a hacer lo mismo con la otra mitad. Cosa que hice con un poco más de práctica. El maestro sentado en su mesa observaba mi desempeño, indicándome, de rato en rato, cómo proceder hasta terminar en la parte de adelante.

* “Ahora, acomoda las carpetas en su sitio” – me dijo.

Eso empecé a hacer mientras mis compañeros iban llegando al salón para dejar sus cosas y regresar al patio a la formación. Su cronológico proceder lo tenía todo programado pues al concluir la faena sonó la campana y como todos los alumnos fui al patio para el izamiento de la bandera, cantar el Himno Nacional e iniciar la jornada semanal.

El martes fue igual, el miércoles también y así todos los días hasta el sábado que concluyó mi castigo de la misma manera como había comenzado el lunes, sin alterar uno solo del proceso por él establecido, incluyendo su puntualidad.

Lección para la vida

Danilo Sánchez Gamboa había hecho del castigo una oportunidad para mi aprendizaje útil en lo personal y colectivo. No recuerdo haber percibido en la sanción desprecio a mi persona, arrebato, ni solidaridad excesiva con el agraviado. No olvidaré que en ese acto, a mis ocho años, y por primera vez, tomé una escoba y aprendí algo que me ha servido toda la vida.

Es más, hoy veo que el castigo no sólo fue para mí sino también para el que lo impartió, pues mi maestro me acompañó a cumplirlo cada día y con la misma cordura y precisión. Me doy cuenta que no fue un acto vertical de arriba hacia abajo, sino un gesto horizontal lleno sencillez y contundencia.
Alguien dirá: “eran otros tiempos, ahora es diferente” y es verdad. Para mí es una prueba de lo mucho que hemos ido perdiendo por el camino y nos hemos encontrado con que toda sanción en la escuela es intrínsecamente mala.

Y mi padre era el Director de la escuela

En efecto, Carlos Castillo Murga era el Director de la escuela y Danilo Sánchez Gamboa maestro de aula, trabajaron juntos treinta años asumiendo sus responsabilidades sin desautorizarse uno a otro. Daba la impresión que no sólo había respeto entre ambos sino afecto fraterno, pues mis padres fueron padrinos de bautizo de sus hijos Danilo y Rosita. De modo que una sanción en la escuela para el hijo del Director fue hecha con sentido formativo y hasta paternal.

Sin duda conversaron del asunto pues mi padre, nunca me preguntó del porqué de mis afanes en salir temprano de la casa, dejando a mis hermanos tomando desayuno. Nunca me dijo nada al respecto ni hizo el menor intento por consolarme; es más, como que me inducía a cumplir la sanción. Era una muestra de la solvencia moral que todos mis maestros tenían y un modo de entender el trabajo en equipo. Tenían los caminos claros y los objetivos precisos.

Gratitud y afecto al maestro aún presente

¿Cómo no decirlo ahora?, ¿por qué no dar testimonio de gratitud y afecto a quien puso en mí, con actos sencillos, las primeras piedras de lo soy en el trabajo y la familia?, ¿cómo no proclamar que por ello se han vuelto perdurables en el tiempo?, ¿por qué no proponerlos como modelos si queremos una educación diferente?

Han cambiado los procesos educativos, se han hecho más técnicos y se esperan resultados a corto plazo, lo que no debemos perder es el sentido humano que debe acompañar todo proceso formativo en la escuela.

A cien años de su nacimiento, solo me queda decir: ¡Gracias maestro Pascual Danilo Sánchez Gamboa! Gracias porque igual que mi padre, nacido también en 1912, siguen inspirando los sentimientos y tareas de los que estuvimos bajo su atenta mirada. 

 PD:

En la peregrinación No. XIII del Capulí, Vallejo y su tierra 2012, este es mi modesto homenaje a los amigos que visitan Santiago de Chuco y a dos santiaguinos de arraigo y magisterio.
Saludos 
 
Carlos Manuel Castillo Mendoza

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