jueves, 4 de noviembre de 2010

LA INVENCIÓN DE PARÍS (NARRACIÓN) - POR EDUARDO GONZÁLES VIAÑA - TIEMPO NUEVO AÑO 2 Nº 102 DEL 3 NOV 2010

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LA INVENCIÓN DE PARÍS

(Narración)

De su libro “Los sueños de América”, EDUARDO GONZÁLES VIAÑA, nos ofrece una narración que deseamos compartir con ustedes. Es una evocación sabrosa, y con sentimiento, para quienes conocemos París e incitadora para quienes nunca fueron a disfrutarla.

París, tal cual hoy lo conocemos, fue inventado por mi amigo Juan Morillo Ganoza en Trujillo durante un lento y exasperante invierno de los años sesenta que, por lo que se ve, fue para él muy constructivo y pródigo en mano de obra.

No lo podemos encomiar ni culpar por los resultados de su esfuerzo toda vez que probablemente nos respondería con estudiada modestia: “¿De qué me felicitan? ... Es mi trabajo. Solamente he cumplido con mis obligaciones”.

No me acuerdo bien, pero me parece que Morillo comenzó con la catedral de Notre Dame y que le llevó dos noches terminar de poner en orden las torres, la gran nave, las imágenes de los apóstoles, los vitrales, los turistas, los grifos y los monstruos que la cuidan, pero su mayor problema fue dónde colocarla. Obviamente, tenía que estar en el corazón de la ciudad y mirar al Sena por sus dos costados, pero ello significaba ponerla sobre una isla y no podía decidir entre la Ile de la Cité y la de Saint Louis. Al final, creo que tiró una moneda al aire, y se quedó con la primera.

Serio y formal como todo intelectual comprometido, diseñó un plan de trabajo y lo colocó en un pizarrín frente a su vieja pero veloz máquina Remington que lo ayudaría a desarrollar los objetivos propuestos. Después de la gran catedral, pasaría al boceto de los edificios y los museos, el invento de los jardines y los cafés, la creación de los restaurantes y los amantes, el esbozo de los pintores y las aves, la descripción de policías y los urinarios públicos, y por fin, el mapa de los hoteles y las estaciones del tren que debía de correr bajo la gran urbe.

Para evitar que todo eso se fuera al caos y al descalabro, se le ocurrió dividir “El Plan” en nueve paseos, a saber: 1) de Orsay a St. Germain; 2) del Arco del Triunfo al Louvre; 3) de la Tour Eiffel al Puente del Alma; 4) Montmartre; 5) Montparnasse; 6) el Faubourg St–Honoré; 7) los Grand Boulevards; 8) las islas y el Barrio Latino; 9) el Marais y la Bastille. ... Me parece que el trabajo completo le tomó un poco más de tres meses y le significó una paga nada despreciable para un estudiante universitario de aquella época, aunque algo desproporcionada con la magnitud de la empresa, trescientos cincuenta dólares y varias opíparas cenas en un chifa trujillano.

Este pago era solamente una pequeña parte de lo que el –llamémoslo– contratista de la obra había recibido por ejecutarla. Unos meses atrás, un periodista de la sección deportes del diario Norte apellidado Roca había resultado premiado por una empresa europea que hacía trabajos en Salaverry, con un pasaje a la Ciudad Luz y una generosa bolsa de viaje. Eso sí, su obligación a la vuelta consistía en escribir una serie de artículos sobre la urbe que había conocido, publicarlos en su periódico y entregarlos a sus benefactores para componer un libro.

Todo anduvo de manera excOrly y la obligada visita al Museo del Louvre durante el primer día, pero después el esperable inesperado encuentro con una joven francesa que lo libró de las garras de sus guías implacables y le hizo conocer las oscuridades y las luces de una chambre de bonne en un septieme etage que junto al pequeño bistrot de la esquina serían su único panorama durante cinco semanas. Tout le rest... tendría que ser imaginación, literatura.

Pero Roca no era precisamente la roca sobre la cual se edifican iglesias eternas ni aquella que cincela el artífice para crear una obra de arte. Servía sí para presenciar partidos de fútbol y enfrentar a los árbitros con su mirada de roca, pero para la literatura, era también una roca, una pared, y me parece incluso que se apellidaba Roca Paredes. Aunque la verdad es que tampoco era una roca dura de roer porque tuvo la idea extraordinaria de compartir sus dólares con Morillo y encargarle a aquel la redacción del libro lo cual, si nos imaginamos que ni siquiera se contaba con una guía turística, constituía efectivamente una invención de París.

Juan Morillo Ganoza fue por eso el primer escritor comprometido que conocí; y tiempo más tarde, en las discusiones sobre arte puro o arte comprometido, cuando le oí mencionar las Conclusiones del Foro de Yenán y sostener que el artista tenía un encargo, creí entender rápidamente a qué clase de encargo aludía.

Varias y bastante inusuales fueron las fuentes que Juan usó para elaborar París. No me acuerdo si la “descripción de París a vuelo de pájaro” se encuentra en El hombre que ríe o en El jorobado de Notre Dame, pero una de las dos novelas se constituyó en la primera elente: el vuelo de Lima hasta Point a Pitre, el crucepiedra, o la roca, sobre la cual habría de volver a edificar la ciudad que los galos conocieron con el nombre de Lutecia. Es de notar que la obra en referencia se escribió antes de que el barón Haussmann remodelara la urbe y por eso, en el París de Morillo hay todavía callejuelas y arrabales que conoció Víctor Hugo, pero que no llegó a ver Brigitte Bardot.

Su prodigiosa imaginación habría de suplir con creces cualquier carencia. En un sueño que tuvo entonces, vio a nuestro querido amigo Teodoro Rivero–Ayllón bebiendo ajenjo con Pierre Loti y varios poetas malditos; entonces Juan, hablando sobre costumbres locales, escribió que aquella era la bebida cotidiana de los franceses. Un valse limeño le sirvió para completar el retrato:

“En Francia hay un París/ y en él se rinde culto al Dios/ Amor./... Esa es la tierra del placer/ donde reina la mujer/ con todo su esplendor./ En un café/ en un salón/ cuando se oyen las notas de un vals.../ al parisién/ allí se le ve/ seguir el ritmo/ con voluptuosidad”.

Después, sus amigos seríamos las víctimas de sus extrañas preguntas: “¿Qué te parece que debería ir encima de la Tour Eiffel? ¿Crees que se podría construir algo sobre sus estructuras?”, me interrogó en cierta ocasión, y mi flaquísima fantasía me impidió colaborar. Esa debe ser la razón por la cual la famosa torre es como es hoy, solamente acero y formas piramidales, y da la impresión como que le faltara algo.

Una década después y durante varios años, yo viviría en París, en la rue Georges Mandel, que comienzaen la plaza Trocadero, y sería vecino de Edith Piaf y de Catherine Deneuve, con quien a veces me encontraba a la hora de comprar el pan, pero siempre me asaltó un temor extraño. Ni la plaza ni mi calle existían en el París de Juan Morillo, y ello podía significar mi propia inexistencia o la falta absoluta de una razón de ser.

Elqui Burgos, Alfredo Pita y Rodolfo Hinostroza quizás en vez de ser los excelentes autores que son, tan sólo provienen de mi fantasía porque el París morillesco borró del mapa a la Gare de Saint Lazare donde aquellos habitaban, y mi amiga española Marisa Nuño se convirtió en solamente una ilusión cuando se mudó de Amiens, donde residía, a una casa próxima al museo Rodin que, en el famoso libro trujillano, ha sido descartado y sustituido por L’Hermitage que yo siempre había supuesto en San Petersburgo. Para dejar a salvo la honorabilidad de Morillo, hay que aclarar que ese enroque de museos se debe a una corrección final hecha por Roca.

En Estados Unidos se llama ghost writer, o sea escritor fantasma, al que escribe por encargo de otro, lo cual es un trabajo completamente legal y con cierta prestancia, pero casos como el que recuerdo –la invención de una ciudad– no se dan todos los días. Además, al elegir un lugar donde pasar mis vacaciones, París me intimida cuando pienso que un escritor podría borrarlo durante mi permanencia, aunque eso también podría ocurrir con otras ciudades que amo y en donde he vivido como Trujillo, San Francisco y Madrid, y debe ser por ello que un intercambio de bromas con uno de mis mejores amigos oculta la espaciosa tristeza de no estar esta tarde en alguna de ellas.

Vivo en el estado de Oregon, en el lejano Oeste, sobre cuya existencia real la gente tiene algunas dudas de la misma forma como se vacila en creer por completo si el tiempo de la adolescencia es una verdad o una invención, y justamente eso me hace recordar que, allá por los 60, vimos una película de vaqueros con John Wayne. “Un día te vas a dar cuenta de que todo esto es solamente una ilusión...”, comenzó a decir Juan a la salida del cine. Después de eso, no me acuerdo de nada.

Fuente:

TIEMPO NUEVO

Addhemar Sierralta

Año 2 No. 102

Miami, 3 NOV 2010

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